martes, 28 de junio de 2011

En aquella Navidad

Hacía un frío terrible. De esos fríos que te hacen llorar los ojos al salir a la calle. Era 24 de Diciembre y todo lucía normal, a excepción, tal vez, de que al gato le había dado por hacer sus necesidades en la orilla del nacimiento, al ras del piso. Las lucecillas del árbol no estaban del todo bien, algunos tramos de foquitos se empeñaban en permanecer apagados. Tal vez ese año Eva no se puso a revisar y componer las series -como cada año anterior-.
Mi amá estaba preparando varios platillos, la mayoría eran para vender, había tamales -para Nacho- , ensalada de zanahoria y manzana, ya no recuerdo que más. Doña Helena le encargo una gelatina de piña. De esas gelatinas de 2 pisos uno de leche y uno transparente mostrando las rebanadas de piña en almíbar, con centros de ciruela pasa o nuez.
La cosa está -a lo mejor lo recuerdas- en que no había latas de piña por ninguna tienda abierta en la colonia. Mi mamá te encomendó la misión: conseguir una lata de piña en almíbar para antes de las 7 para que se alcanzara a cuajar la gelatina de doña Helena. Los tiempos eran duros y no se podía hacer de lado la ganancia que se iba a obtener.
Me invitaste a que te acompañara. Nos fuimos a pié en dirección al Mercado República por el puente sobre la vías del tren. Ese puente naranja perenne del que aún guardo dibujos y fotografías. Pá ¿A dónde van los puentes cuando mueren? ¿lo sabes? ¿A dónde van las alegrías que les brindamos quienes corrimos y deslizamos en sus pasamanos? Pisábamos el montón de pinguicas en el suelo, el olor a ruda envolvía al pasar. Yo venía agarrado de tu mano. Ya estaba un poco grandecito para seguir haciéndolo, pero a ninguno de los dos nos importaba. Me gustaba tomarte del pulgar y sentir esa rara textura que el cigarro te había cobrado. Cruzamos el segundo grupo de vías al lado de la bodega que un día se incendió. Caminamos por la cuadra sin pavimentar que da a Chicosein, de ahí hasta topar con pared. El tercer grupo de vías se cruzaba en aquellos tiempos por un pasaje subterráneo húmedo oscuro y pestilente frecuentemente enlodado que salía a 20 de Noviembre. En días de llovía era probable recibir un baño de agua sucia cuando al salir pasaba raudo algún camión.
¡claro que lo recuerdo! Me lo contaste varias veces: tu primer trabajo como ferrocarrilero cuando te cambiaste a La ciudad fue en ese mismo pasadiso. Ajá, cuando aún tenía iluminación, mantenimiento y los ferrocarriles una paraestatal en auge y prosperidad.
En el mercado una extraña escasez de latas de piña y una explicable escasez de tiendas abiertas se apoderaban de mi paciencia. Seguramente usaste una de tus frases "Paciencia, deja que la ciencia cumpla con su cometido". Salimos del mercado y caminámos como quién se dirige al otro mercado, al Hidalgo. Por ambos lados del pasaje se instalaban los puestos de cacahuates, mandarinas, cañas, naranjas, mezclando sus olores en una sinfonía navideña siempre interrupta por el ordinario tejocote. ¿cómo es que te gusta el tejocote apá? me sigue dando cosa.
Al lado de una vitaminoliente farmacia encontramos al fin una lata de esa entonces tan preciada piña. Una lata de piña en almíbar marca Rila. La echaste a la bolsa y en vez de regresar nuestros pasos me dijiste que siguiéramos hacia el centro, que me ibas a llevar a una tienda de electrónica, a la que yo quisiera, que me comprarías un "truquito" de navidad. Te tomé de nuevo la mano y navegamos en ese mar de puestos ambulantes, ya no me importo el olor del tejocote, se me renovo la paciencia, me olvidé ya de la piña. En unos segundos ya estábamos frente a Milano (si, ese que te da la mano). No tengo la imagen de si aún estaba ese grupo escultórico que parecía una serie gigantes listones de caramelo negro y crayolas ¿ A dónde van la esculturas cuando mueren? ¿lo sabes apá?
Entramos por Escobedo hacia el Jardín escontría. Caminamos por la banqueta de la Chalita que era el único lugar que parecía aun estar abierto. Y de las tiendas de electrónica nada. Dimos toda la vuelta a esa cuadra de Los bravo, escontría, José Othon y Nada. Te jalé entonces para atrás de la catedral y ahí encontramos una electrónica abierta. En el mostrador que da a la calle estaban tres kits: una máquina de toques, un radio a transistor y una ruleta. Entramos a la tienda y preguntaste por los precios. Te quedaste serio. No te alcanzaba para ninguno. El señor de barba te mostró la ruleta - este es el más barato- dijo. ¿Costaba 15 mil? ¿1,500? ¿150,000? Yo sólo recuerdo el 1 y el 5 y recuerdo además que a moneda aún no perdía esos tres ceros. -Vamos a dar una vuelta y regresamos- le dijiste al vendedor, pero yo sabía que en tu particular lenguaje de hombre de los fierros viejos significaba "no, gracias".
Si bien estaba desilusionado, no lo era para tanto, fierros, alambres, circuitos nunca me faltaron. Nunca me han faltado. Caminamos -tomados de la mano- sin cruzar palabra alguna, como para retener el calor, como queriendo ignorar el frío que se intensificaba, como queriendo ignorar el hecho que no alcanzaba el varo, como queriendo ignorar que era navidad y mucha gente le da por ponerse alegre, triste, que sabía yo.
A una cuadra de la casa, te escuche un sólo sollozo ahogado. Voltié a verte y vi como se te escapaban dos espezas lágrimas de tus hermosos ojos saltones. Sacaste tu arrugado pañuelo rojo ferrocarrilero. Te sonaste las narices y discretamente las lágrimas. El frío ya estaba insoportable. De esos fríos que en la calle te hacen llorar.

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