viernes, 3 de octubre de 2014

Un dólar, mi último domingo

Por estas fechas, hace diez años, me diste mi último domingo. Un día antes estaba yo ¿trabajando? en el Ipicyt. Pero ya recordarás, me daban largas y no tenía dinero. Y así estaba la situación: con doctorado y toda la cosa, pero sin trabajo y sin dinero. Lejos de mi novia, de regreso en mi pueblo, sin celular y sin dinero para poderla llamar.

Salí cuando atardecía, era un miércoles o jueves. Ya no encontré quien me diera un aventón para bajar del Ipicyt a la civilización (ninguna ruta de transporte pasaba por ahí). No tuve de otra que caminar. A la orilla de la vereda caminaba resignado. Pasaban una tras otra las SUV de las doñas que recogían sus hijas del colegio que está por allá, el camino a la presa. Comenzó a oler a que iba a llover. Ni siquiera apure el paso. Mojarme en la lluvia tenía una ponderación muy baja en la función que evaluaba mi estado mental. El cansancio y cierta depresión ocupaban su buen espacio en la mente y el cuerpo. Y llovió. ¡Ah cómo me llovió! Al llegar al periférico un carro me echó agua. Para cuando cruce por Cordillera de los Alpes estaba tan empapado, con los pantalones pegados, que ya no me importaron los otros dos coches que me vinieron a bañar.

Me senté en la banca de la parada, mis botas rechinaban y hasta hacían burbujas. Al fin pasó el ruta 20, el chófer abrió la puerta pero me espetó: No te subas, estas muy mojado. La puerta se cerró. Ya en ese momento el agua que seguía escurriendo de mi cabeza y pasaba por la cara le daba aventón a una que otra maldita y furtiva lágrima que escapaba no de mis ojos si no del corazón. El siguiente camión venía todo empañado de vapores humanos, de gente escurriendo, de gente con sombrillas. En este camión si me dejaron subir. Llegué a Galeana con hambre y con frío. Me dispuse a bañar. Y así de hermosa era la vida que el boiler no encendía: se había acabado el gas. Pues que le vamos a hacer ¿no?. Al agua patos. Total un poquito más fría que la lluvia y nada más. Dejé la ropa mojada ahí mismo en la regadera, al salir del baño en lugar de secarme, me envolví con la sabana y la cobija y todo hecho taquito me dispuse, así como se debe, a llorar hasta roncar.

Al día siguiente me desperté como si nada. Tomé rumbo al Pasaje Hidalgo. Mi destino era el Kentuky Fried Chiken. No tardé en salir del famoso restaurante: me alcanzaba para un puré o para un bisquet pero no para ambos. Ya hasta con humor tomé la cosa, caminé hacia Eje Vial, y nomas para no sentirme jodido tomé el camión para ir a la casa de mi mamá. En casa tampoco había mucho dinero, pero por lo menos pude desayunar. Con la barriga llena y el corazón inquieto me fui a darle un rato al "trabajo". Ya por la tarde, otra vez, al terminar no hubo quién me diera aventón, volví a caminar. Sólo hasta el periférico, pues ahí de casualidad me encontré un taxi que aborde a sabiendas que no traía dinero como para pagar el viaje. -Váyase por el río hasta la avenida México y de ahí baja hasta Valentin Amador- El río Santiago estaba encharcado, yo iba en el asiento del copiloto y debí de tomar como advertencia la brisa que entraba por la ventana sin manija cuando el taxi se ponía a rebasar. Pasábamos por debajo de la avenida Muñoz cuando por ambos lados sendas camionetas nos echaron agua al pasar. ¡Maldita sea! ¡Me entró agua en la boca! El taxista se carcajeaba -mojado también- Estoicamente me tragué esa agua puerca. Y la verdad ni sabía ni olía mal. A tierra, sólo a tierra y nada más. Me paso su franela sucia para secarme y la manija de su vidrio -A ver joven si le puede cerrar-. Hice como que lo intentaba pero a esas alturas de la vida ya daba todo igual.

Llegamos a la casa y te pedí para pagar. La venta de las gelas y los pasteles estuvo escasa y no se quién más -además- ya había pasado a tracalear el cajoncito verde del cambio. Tú tampoco traías mucho y no alcanzábamos para pagar. -Dile que si no quiere un dólar- Sacaste tu dólar de la suerte y me lo diste para acompletar. -Y di que ya fue tu domingo- mientras le pagaba te alcance a escuchar. Me senté a platicar contigo en el sillón de lluvias, de nubes, y de mi trabajo con Femat. Ya en ese entonces hablabas pausado, muy calmo, me transmitías paz. Un año y meses después -ya con un empleo verdadero- te platicaba de lo feo que era Tijuana. Te mostré el dólar que traje de allá -Aquí le traigo su domingo, su dólar de la suerte, apá-.




sábado, 8 de marzo de 2014

Tu muerte (parte III)

El día de tu entierro

Hoy, a cuatro años de tu ¿partida? hay muchos detalles que mi cabecita se resiste a recordar. Ya nacía el 10 de marzo. El sol dibujaba figuras de gigantes amorfos sobre las banquetas de carranza. Conseguimos jugo, y creo que también atole, para la gente que aun permanecía en el velatorio. Después llegarían tamales y panes para acompañar. Poco a poco la gente se comenzó a despedir para ir a sus casas, para atender sus asuntos, para bañarse -que se yo- pero al rato te volverían a acompañar. Un poco más tarde acompañe a Paty a una notaría en Arista, apenas a unas cuadras, para arreglar lo de tu acta de defunción. Después de unas horas regresé con Geno al María Dolores y me quedé dormitando un rato. Se nos hacía tarde y salimos apurados en taxi a tu nueva dirección: Valle de los Cedros.

En la capilla ya se acomodaba la gente y el siempre presente coro de Nacho. Llego entonces tu navecilla plateada y la ceremonia comenzó entre cantos fúnebres y entrecortados llantos de todos nosotros. Mis ojos veían borroso. Mi recuerdo es borroso también. La aguja del tiempo salta unos minutos hasta el momento en que caminamos detrás de tu carroza, avanzábamos bajo el sol cantando ya no se cuál alabanza. El olor a cedro iba, venía y se mezclaba con el de los nardos, las rosas, las margaritas. Al pie de tu tumba estuvimos ahí moqueando y gimiendo por un rato, ya unos en silencio, otros no tan despacio. La reunión al rededor de tu sepulcro ensombrecía el espacio y menguaba la presencia del rey sol, señor dador de vida.

Al terminar unos breves rezos mi mamá pidió que abrieran el ataúd. Algunos murmullos muy quedos, muy quedos, parecían decir: no. Apenas abrieron la ventana y Paty y mi madre se abalanzaron sobre ti. Yo las trataba de agarrar por detrás pues temía que con el peso vencieran los cinturones sobre los que descansaba tu nave y cayeran al fondo, unos 6 metros bajo tierra, si eso sucediera entonces no sabría si reír o llorar. Paty te jalaba de la camisa todos llorábamos al unísono y unos instantes después mis memorias pierden el sonido. Solo registran el rechinar que hace al girar el tornillo que suelta lentamente las cintas que bajan tu cacharro hasta el fondo del lugar. Y el eco de una de tus monedas raras -un tetragramatón tal vez-. Ningún otro sonido hay en el cuadro. Pero lo que bien recuerdo es que alcancé a tocar tu frente, esa frente que tantas veces besé. Esa hermosa frente, la que fruncías para hacerte el enojado. Esa divina frente en la que según yacía tu invisible tercer ojo del poder mental. Esa ya pálida frente es la que alcancé a tocar. Y estaba tibia. ¡Estaba tibia! ¡Como si fingieras! ¡como si no quisieras despertar!