martes, 22 de junio de 2010

México, Distrito Federal

Hola Papá,


Te escribo desde acá, de este lado, para compartirte la tristeza de no haber podido estar el día del padre ahí en donde ¿Descansan? tus restos. Toda la semana he soñado contigo. Ahí, en los sueños, estas siempre sonriente diablo de viejillo. Uno de esos días te dije en mi sueño: ay papá ¿Qué haces aquí si tú ya estás muerto? Me sonreíste y te desvaneciste en el patio de lo que era la casa de la Valentín. Una noche después, te volví a soñar, te dije mentalmente: “está bien, te dejo andar por mi sueño”. Parecías entender y me guiabas entre pasillos estrechos de un oscuro mercado como el de Cárdenas. Al final de una calle entraste a una tiendita de abarrotes -con tu colorida bolsa de asas para el mandado- no sin antes voltear a verme. Te seguí pero en la tienda no encontré más que el olor de jabones, veladoras, jarcería y granos.



Este domingo pasado, por lo del día del padre, por fin las niñas fueron a verte. El Quique te dejó un mazapán y un arreglo de flores que de puritita necedad les sacó a Tere, Flor y Karla. Mi Mamá te llevaba flores, pero él por fuerza quería un arreglo de canastita. Como esos que compraban Tu y mi Mamá cada vez que alguien salía de la escuela. Yo también fui al panteón, pero a uno acá en Coacalco, donde está el papá de Geno. Dejamos flores y regamos agua. Me da gusto que en los últimos años se ha revalorado el papel del papá-aunque en parte sea a costa de lo comercial- Por cierto este sábado le tocó a mi mamá organizar lo del ofrecimiento de las flores en el montecillo. Aprovechó la ocasión para pedirte una misa.



Mi mamá aun no ha aceptado tu partida. Sigue un poco más que desconsolada. No se halla sin ti. Yo le he pedido que tenga paciencia y que no se niegue a la vida. Pero bien has de saber que el hueco que nos has dejado es irreparable y más nada podemos hacer. Pido pues serenidad para mi madre para aceptar las cosas que no podemos cambiar.

Te extrañamos mucho papito. ¡Feliz día del padre!

Tengo otro apunte para ti. Espero que te guste.




Me he levantado aún más temprano que de costumbre y me alisto para dirigirme hacia Santa Fe. Hoy no cuento con el coche pues está en el servicio (ha cumplido sus 30 mil kilómetros: ¾ de una vuelta al mundo por el ecuador) por lo que viajaré en transporte público. Al salir de la casa me llega ese rico airecillo frío y húmedo de la madrugada. A lo lejos se escucha el silbar del tren. Faltan pocos minutos para las cinco y los taxis colectivos de la colonia han comenzado a circular. Me subo al asiento delantero de un taxi pirata, me siento apretado pero que le vamos a hacer. Por diez pesos me llevará hasta la estación Cuautitlán.


Ya en la estación recargo la tarjeta con lo suficiente para un viaje hasta Buenavista. En el andén el tren espera, me acomodo la mochila después de sacar el libro que estoy leyendo -“los detectives salvajes” de bolaño-El viaje está por comenzar. Me da gusto que hayas alcanzado a conocer el tren suburbano. Recuerdo que te gustó, que hasta dijiste que querías regresar nomás para pasearte todo un día yendo y viniendo en tren. Como en aquellos insufribles viajes que hacíamos a Cárdenas: salíamos bien temprano, llegábamos –si bien nos iba- a la una de la tarde a Cárdenas y para las tres de la tarde ya teníamos que estar de regreso en la estación para montar el tren de regreso en el que casi nunca había lugar. Apenas el lapso nos alcanzaba para comer y saludar parientes, traer carne seca, oreja, a veces las granadas que mi Papá Panchito enviaba para la Flor.


Toda una odisea, ¿no? Pero lo que te quiero contar ahora que estoy pasando por el túnel de San Rafael tiene que ver con la ciudad a la que me dirijo: el Distrito Federal. Tengo muy presentes dos viajes que hice contigo y uno más del que sólo imágenes y frases borrosas quedan. Del viaje más lejano, menos claro, podría decir que recuerdo ver la lluvia desde un hotel frente al Aurrera de Buenavista. Recuerdo las fuentes de la Basílica llenas de monedas –monedas que mi madre, por su lado, recuerda me las quise llevar-. Recuerdo haber comido tacos de Atún Dolores sobre un plástico del que nos cobraron alquiler. Recuerdo subir al castillo de Chapultepec por el elevador. Recuerdo además el trenecito, los leones, los changos groseros que aventaban agua, la Paty perdida mirando jirafas. Recuerdo que de regreso el tren se descompuso mero enfrentito de los Atlantes, en Tula. Recuerdo mis hermanas tontas soltando los globos que con tanto trabajo llevaron hasta San Luis. Recuerdo ser Feliz y al recordarlo vuelvo por un instante a serlo.



Inmerso en mis recuerdos no avance nada al libro. He llegado a Buenavista. Al recorrer el pasillo principal te imagino ahí parado mirando el escudo nacional como en la foto que, la última vez que anduviste aquí, te tomé. Entro al metro cuyo tibio aire a estas horas es aun respirable. Aun no amanece y ya hay un montón de gente estresada, inquieta. Tal vez no les guste trabajar. Dentro de muy pocos minutos esto será un hervidero de gente, de olor a patas, a sudor, comida, fritangas pero lo que siempre distingo es el picante olor de la pasta de los frenos del metro quemada al friccionar. Ese olor que siempre me recuerda los enfrenones del tren saliendo o llegando a la estación montaña, cerritos ó San Bartolo.


Otro viaje al DF que recuerdo mucho es aquel que hicimos con mi Mamá. Llegamos muy temprano en autobús a la central del Norte. No sé que mes, día ni año era. Sólo recuerdo que andabas arreglando lo de tu demanda contra los Ferrocarriles pues no te estaban dando lo que correspondía de pensión. Tomamos uno de esos taxis color salmón y nos dirigimos los tres a la Basílica de Guadalupe, al parecer parada obligada en estos viajes. Arribamos por el lado del llamado puente papal. Y al subir las escaleras (unas que creo ahora ya no existen) por la derecha se asomaba un enorme, bien enorme sol en su diaria lucha por vencer la oscuridad. Esas llamaradas de la vida nos estaban anunciando que la naturaleza nos concedía, al menos por veinticuatro horas, otra oportunidad. Entramos a dar la vuelta obligada al templo, pero Casi estoy seguro que no subimos para el Tepeyac. Mi mamá se entretuvo comprándoles a las monjas esos suvenires religiosos que la gente gusta adquirir.


Un segundo taxi nos llevo a las oficinas del ferrocarril, frente a Buenavista, ese alto edificio de tres cuerpos cuyo eje son los elevadores eléctricos que llevan y traen gente a toda hora y expulsan individuos grises, llamados oficinistas, por estos corredores largos y atestados de papeles desde el suelo y hasta los ventanales clausurados por lo que el olor a papel viejo, a carbón, a esténcil, y a cigarro impregna a la atmósfera y a su gente. Mi mamá y yo nos acomodamos cerca de una ventana que da al oriente. Lo que alcanzo a ver por este lado es el letrero de Hermanos Vázquez, que en esos días relaciono con músicos y con circos aunque lo que estaba viendo es aún hoy en día una mueblería. A lo lejos, entrecortada por una nata como de atole de maíz de teja se vislumbra la Torre Latinoamericana. El sol sigue su viaje, los oficinistas siguen con su danza de caos, mi papá continúa esperando, llenando papeles, mostrando recibos, es el ritual del país, de un país atado a la más acabada de las posibles burocracias. Basta imaginar a mi padre un Jubilado de provincia, con su esposa y un curioso hijo, sin recursos y a quinientos kilómetros de casa, arreglando un trámite para recibir el pago justo de una pensión pues por algún error humano le está llegando mal.


Pasa del medio día y cuando estaba sumido en el más insoportable aburrimiento, mirando el Reloj de Nonoalco, como hipnotizado por la palabra Citizen de la que en aquellos tiempos ni la más remota idea tenía de su significado, mi padre por fin sale de una de esas deprimentes oficinas y nos dirigimos a comer.


Afuera ya se respira ese olor a basura, a plomo, gasolina mal quemada, diesel derramado, era el olor de esta ciudad. Comimos una fruta en un puesto afuera del Aurrera. Después entramos a la tienda, creo que para comprar pan Bimbo para comer. Mi mamá me deja pasear por la juguetería y en no sé que momento me ofrece comprarme el avión armable Lodela que traigo en las manos. Acepto emocionado, sin la menor conciencia de los recursos escasos y de las necesidades diversas, me siento importante cargando esa cajita que me atrevo a decirle a mi madre que me compre un UHU para que al llegar a casa lo comience a armar. Apenas saliendo de la tienda tomamos un taxi de regreso a la central. Es uno de esos taxis largos, amarillo con blanco con una banda que rememora a los famosos cocodrilos. Voy en el asiento trasero y se me hace espectacular tomar el túnel en la Raza, me maravillo del trolebús que acabamos de rebasar. Apenas la conozco nada y ya estoy enamorado de esta ciudad. Así es como comenzó toda esta fijación por vivir en esta ciudad, papa. Gracias mil por haberme traído, por haberme enseñado lo que era la gran capital. Rio mucho por dentro al recordar tus voces y caras imitando ese acento chilango tan mítico ya.


Pero ahí no termina todo. Tiempo después, tal vez un año o dos, regresamos tú y yo a esta gran ciudad. Tomamos unos asientos, los últimos que quedaban en el autobús en el fondo y del lado del conductor. Al principio tomé la ventana, pero ya cuando agarro velocidad en la carretera nos dimos cuenta que la ventana no cerraba por lo que intercambiamos lugares y con la cortinita y la bolsa de mandado donde traías tus papeles trataste de cubrir la bocanada furiosa y fría que entraba por ese agujero. Yo la verdad me quedé dormido y no desperté hasta que me diste unos codazos ya casi entrando a la central. Me asomé por la ventana y lo que vi me causo extrañeza: un instituto del petróleo. ¿Qué será eso? Me preguntaba, pero no te lo pregunté. Quien iba a pensar que muchos años después iba a vivir enfrentito de ese lugar, quien iba a pensar que algún día futuro a ese instante, daría un curso en la torre principal. Entramos a los baños mugrosos y malolientes de la central, apenas para lavarnos la cara y recuerdo que tomaste tu peinecito negro y trataste de darle algo de sentido a la maraña que traía en la cabeza.


Fuimos a la Villa como la ocasión anterior. Yo en ese entonces ni idea de que eras ateo, libre pensador o que se yo. Aún me pregunto para qué me llevabas a aquél lugar. Sólo sé que quede bien programado que hoy en día ser ateo pero Guadalapano es una contradicción con la que he de vivir para siempre, papá. Creo que era esa época en la que yo andaba en mi etapa mística, cuando coleccionaba imágenes de santos y tenía por guía “vivieron el evangelio”. Qué risa te ha de dar ahora, ¿verdad? Salimos “raudos y veloces” (una de tus frases) a las oficinas del ferrocarril. Pasamos por una planta de Boing y me emocioné casi como aun me emociono cuando conozco un nuevo lugar. No duramos mucho en las oficinas y me dijiste que teníamos que ir a otro lugar. El taxista se encaminó por Jesús García Corona (el Héroe de Nacozari) hacia el monumento a la revolución, lo rodeamos para salir por reforma y atravesarla, pasamos por la ciudadela y de pronto estábamos en ese lugar: conciliación y arbitraje. Te acompañe hacer una fila y luego otra, coyotes venían, coyotes iban, pero tú los ignorabas. Te pidieron unas fotocopias asi que regresamos a la calle a buscar un lugar donde fotocopiar. No tardamos mucho en regresar pero ya no te acompañe adentro pues no ibas a tardar. Saliste con una cara de satisfacción, que te sentaba tan bien con esa guayabera blanca, te vi feliz –hay que buscar un banco- me dijiste y nos dio por caminar.


Entramos a una sucursal de Bancomer (cuando todavía era amarillo con verde) Y como ya andábamos medio perdidos al salir regresamos a Buenavista a buscar a no sé quien delegado de la no sé que. Entramos a los andenes por obra y gracia de tu credencial y nos enfilamos derechito hacia la puerta de Nonoalco, apenas saliendo dimos vuelta hacia el teatro ferrocarrilero, había también unas tiendas o cafeterías y ahí encontramos al sujeto en cuestión. Lo saludaste y le diste una “muestra” de agradecimiento por el apoyo en tu demanda.


Ya para entonces te había dicho del túnel de la ciencia, yo lo quería visitar. Preguntaste por el metro, nos señalaron el lugar. Caminamos, caminamos y caminamos pero no dimos con la estación. Me emocionaba subirme por primera vez al metro, y ahí ibas papá de alcahuete haciéndome caso. Total que llegamos a la plaza de Tlatelolco, que por ese entonces sólo la conocía como la plaza de las tres culturas, siguiendo lo que los libros de texto decían de ella. Claro que hablaban de una matanza, pero de una ocurrida mucho antes de la llegada de los españoles. Este camino que recorrimos me sirvió alguna vez que regrese ya estando en la prepa.
En fin que llegamos a la Raza en taxi y ahí vamos para dentro a ver el dichoso túnel de la ciencia, que en esa época estaba bien cuidado y contenía casas bien padres: ahí vi por primera vez en vivo un rayo laser verde, un rojo y varios experimentos de electromagnetismo. Llegamos en metro a la central, buscamos comida y descubrimos las tortas gigantes que hacen en esta ciudad. Cómo te daba risa verme intentando dar fin a una enorme tortota y a un litro de bonafina de chocolate, que tuvo su fin en el piso del autobús de regreso.


Desde ese día, papito mío, se me metió el gusano de vivir en esta ciudad. Mi mamá dice que ya entonces decía yo que iba a estudiar en México. Que allá iba a vivir. Y lo que son las cosas, ya tengo casi diez años por acá. Me quedé con ganas que vinieras una vez más. Tan bien que respirabas aquí. Qué paradoja es qué aquí ni necesitabas el salbutamol más que para subir escaleras. Bueno hoy ya no necesitas de nada, pues la escalera al cielo ha de ser eléctrica, estoy seguro. Buenos días y Buenas noches tengas papá.